UN AGUJERO EN EL COLEGIO - CAPÍTULO 2

 CAPÍTULO 2

El reflejo en el colegio


En un espejo invertido, el mundo puede revelar su otra verdadera esencia.


El el otro extremo del patio, Susana y David buscaban como locos a sus compañeros. El timbre había sonado y Julia, Lionel, Rodrigo y Fernando no estaban en la fila. Nadie parecía saber nada de su paradero. Fue entonces cuando la maestra ordenó a la fila que avanzara hacia la escalera para regresar al aula. Un examen de Lengua les esperaba en clase, como animal hambriento, para, sudorosos, enfrentarse a la próxima hora. Nayra y Ana llegaron a la carrera a la fila. ¡Cierto!, ellas tampoco estaban. Cariacontecidas, parecían no querer establecer relación con nadie. Llegaron a clase, tomaron asiento, bebieron agua. Las moscas que habían encontrado el frescor del interior se paseaban por entre las mesas obligando a los alumnos a hacer aspavientos. 

Qué asco de moscas, gritó Omaima. 

¡Omaima, ese lenguaje!, respondió la maestra. 

Fue entonces cuando la puerta se abrió de manera estruendosa chocando contra la pared. Tras el susto, Fernando, Lionel, Rodrigo y Julia se precipitaron en clase. La maestra, que se asustó como todos los demás, preguntó claramente sorprendida. 

Pero… ¿se puede saber dónde estabais vosotros? ¿Por qué no habéis subido con los demás? ¿Acaso no habéis escuchado el timbre? 

Perdón maestra, no encontraba mi botella de agua, respondió Julia. 

Esas no son formas de entrar a un aula. Salid inmediatamente y hacerlo de forma adecuada. 

Los cuatro amigos regresaron al pasillo. El sudor recorría las sienes de Fernando como dos furiosos arroyos. El verano improvisado de marzo no dejaba de sorprender. Una vez dentro, tras practicar las normas de cortesía, los tres amigos, examen de Lengua en mano, mantenían la mirada perdida en algún sitio de quién sabe donde. Ana, limpiándose con una toallita los restos de aquel bocata de chorizo en el que había posado la mano accidentalmente, trataba de establecer conexión visual con un Fernando ensimismado. Rodrigo pareció volver en sí para tocar la espalda de Saúl, su compañero de delante. Agitó la mano en señal de lo que parecía sorpresa, miedo y emoción a partes iguales. Saúl, sin embargo, parecía más preocupado por la mancha de batido de chocolate en la camiseta del Almería de su compañero. Ana seguía a lo suyo y quiso saber qué había pasado ahí abajo. 

Comienza el examen, chicos. Ya no se puede hablar. Avisó la maestra. 

Pero Ana no estaba en el examen. Quería información sobre la zona prohibida, aquel lugar del patio al que habían ido sus amigos, por culpa del pelotazo que Julia había dado, a recuperar el balón. Lionel, mirada al frente, pareció reparar en Ana.

Ana, haz el examen. La maestra te va a regañar. 

¡Lionel! He dicho que no se puede hablar, alzó la voz la maestra desde su mesa. 

Perdón seño, es que no encontraba mi goma. 

No se nos puede olvidar el material. Te imaginas a un futbolista que fuese a jugar sin pelota, o un albañil que….

Lo sé, maestra. Perdón. Ya la he encontrado, interrumpió Lionel. 

Una vez hubieron terminado el examen, la maestra les permitió un tiempo de lectura libre en parejas. Fue ahí donde Lionel contó a Ana lo que habían visto. La niña, que había recogido su largo cabello castaño en una coleta por el calor sofocante,    pareció tomarse a broma lo que su compañero le decía. 

Anda ya, Lionel. Vete a engañar a otra, contestó dándole la espalda. 

Que es verdad, Ana. No te estoy mintiendo. 

No te escucho, no te escucho, no te escucho. 

Pregúntale a Rodrigo, ya verás. 

Maestra, ¿puedo sentarme con Rodrigo? Es que tiene el libro que yo me quiero leer, preguntó con voz dulce. 

Vale. Pero en silencio, ¿de acuerdo?, contestó la maestra con tranquilidad. 

Fue ahí donde conoció, de boca de Rodrigo, lo sucedido. Posteriormente, Julia contó exactamente lo mismo y Fernando, todavía en estado de conmoción, balbuceó la misma historia. Allí, en la zona prohibida, tras el arbusto pinchudo, había un agujero que daba acceso a un oscuro pasadizo por el que se accedía a un patio a imagen y semejanza que el de su colegio, con un colegio exactamente igual que el suyo, pero totalmente al contrario. Lo que arriba había a la derecha, abajo estaba a la izquierda. Lo que arriba era blanco, abajo era negro. Lo azul era verde y lo amarillo rojo. Los niños de ese colegio subterráneo eran más extraños todavía. Los había de colores. Algunos tenían el pelo rojo y la cara azul. Otros tenían ojos saltones amarillos. Había algunos que iban dando saltos como canguros y otros que jugaban a perseguir sombras mientras gritaban como monstruos. 

¿Y qué habéis hecho ahí abajo?, quiso saber Ana. 

Nada, nos hemos asustado, he cogido la pelota y hemos salido corriendo, respondió Fernando. 

Pues yo quiero saber más de ese colegio subterráneo, dijo Ana. 


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